Cuento de
navidad-
FRAY SIMPLE
"Y caminaban por las vereditas de Asís el siervo de Dios,
Francisco, llamado el Pobrecito, y su hermano en pobreza y humildad, fray Maseo, é iban hablando los dos de la perfecta alegría.
Y decía Francisco:
-Y no consiste la alegría en poseer los tesoros de los ricos
ni los secretos de las ciencias.
-¡No, ciertamente, Francisco!
- Ni en el goce de los placeres de la carne, sino en el
placer de sufrir por el Señor Dios.
-¡En eso estriba, Francisco!
- ¡Mira, Maseo! Si ahora llegásemos á nuestro convento de
Santa María de los Ángeles y nos mordiesen y ladrasen los perros hambrientos, y
nuestras vestiduras se cubriesen de nieve, y las rasgásemos en las malezas, y
al llegar al convento el hermano guardián nos echase á golpes de la casa de los
Pobrecitos, y nos apalease y denostase, y nosotros pasáramos la noche á la intemperie,
completamente seguros de que por la boca del guardián hablaba el Señor Padre
Jesucristo, y llevásemos con paciencia tan pequeñas privaciones pensando en las
amarguras del Calvario y de la Cruz, di conmigo, ¡oh, hermano Maseo!, que en
eso estriba la perfecta alegría.
Y caminando así por las veredas los dos Pobrecitos,
encendidos en pláticas de amor á Dios y á los hombres, acertó á pasar junto á
ellos un mozo que llevaba una carga de leña en un borrico. Caminaba muy largo:
hacia Florencia. Había oído el diálogo de los Pobrecitos y se mofó de sus
palabras.
-¡La alegría, hermanos -díjoles-, consiste en tener mucho
oro!
-¿Así lo crees, mozo?
-¡Así lo creo, Padre!
-Te engañas. El oro trae las guerras, las pestes, las
hambres entre los humanos. Y quita al que lo tiene la paz para el resto de sus
días.
El mozo se llevó el dedo índice á la frente, como para
indicar que el Pobrecito estaba loco.
Después, viendo su sencillez y su humildad, dialogó con los
dos Menores. El mozo era huérfano y no tenía pan que llevar á la boca ni lecho
donde guarecerse. Cobraría en Florencia unas monedas de cobre por su carga y
tornaría, al anochecer, otra vez al campo, buscando, para reposar, con el
cobijo de los árboles, la mullida alfombra de los maderales.
-¡Si yo tuviera oro…! -suspiró el mozo.
-Pues lo tendrás, hijo mío! Y cuando, harto de él, busques
la paz de corazón, acude á nuestro convento de los Angeles, donde gozarás, al
fin, de la perfecta alegría.
El mozo y los Pobrecitos se separaron.
El mozo entró en un bosque, sacó su humilde refacción de las alforjas
del asnillo, bebió del agua clara de un regato y se quedó dormido. Al despertar
advirtió que á su lado brillaba y relucía una piedra grande donde se reflejaban
los rayos del sol. Era un enorme pedrusco de oro macizo que se le ofrecía al
alcance de la mano. Con gran cuidado lo envolvió en una arpillera y lo metió en
la alforja. No podía respirar ni reposar de codicia. Arreaba al burro, y miraba
á todas partes esperando que alguien le robase la piedra. Llegó á las cercanías
de Florencia poco después de las tres, y hasta que no fué de noche no entró con
el asnillo por el Puente Viejo. Tenía fiebre; sus ojos relucían; las piernas se
negaban á moverse. Penetró en una hostería de la calle de los Zapateros y se
cerró con llave en una pobre estancia. No pudo conciliar el sueño en toda la
noche. Un sudor de angustia le bañaba la frente; el ruido más
pequeño se le antojaba pisadas de ladrones y facinerosos que echarían abajo la
puerta, le robarían el tesoro y le matarían sin piedad. Las luces del alba le
dieron mayor sosiego. Muy temprano acudió á casa de un rico banquero judío,
que, al ver la piedra, no supo disimular su alegría. A cambio de la explotación
de la riquísima veta entregó al mozo hasta quinientos ducados de oro y un
recibo en regla de guardar en depósito el preciado pedrusco, que valía hasta
diez mil ducados más. El mozo vistió ricos paños, comió carnes sabrosas en
hosterías donde acudían los señores, miró amorosamente florentinas morenas que
le correspondieron con pasión en las mancebías. Pero el
mozo perdió la paz de corazón. Asociado con el banquero que le guardaba
en depósito la preciosa piedra, ganó grandes sumas de oro, tuvo un lindo
palacio junto al de la Señoría, compró un jardín para su solaz en el recreo de
la tarde, casó con una preciosa florentina, de nombre Yolanda, que le amó
apasionadamente y que le dio un hijo rubio como los trojes del trigo en el
verano. Pero el mozo perdió la paz de corazón. Su mujer,
que era la dama más hermosa de la Ciudad, murió al darle su segundo retoño, y
el primogénito subió al cielo á consecuencia de unas fiebres malignas. El viudo
lloró sin consuelo, y para olvidar su dolor emprendió nuevos negocios. Y
fueron fabulosas sus ganancias. Su corazón se endureció como si fuera de la
naturaleza del rico metal que le había dado bienandanzas materiales, y prestó
sumas importantes á los de Siena y á los de Pisa, á los mercaderes genoveses y
venecianos y hasta el mismo Papa de Roma, que le hizo conde y caballero. Encanecieron
sus cabellos, se apagó su salud, enflaqueció y se tornó viejo. Y el hombre
perdió la paz de corazón.
Y un día de Navidad atravesó el Puente Viejo, tomó la
calzada de Asís y penetró en el bosque. Una cara celestial de una mujer casi
niña que tenía un precioso bebé en los brazos le pidió una limosna con voz
cantarina. El corazón del negociante advirtió una sensación muy dulce y
abandonó su bolsa á la Señora, cuya faz él había visto en los altares de la ciudad.
Tenía fiebre la Señora, y él tornó á la ciudad en busca de drogas y de alimentos
para curar su mal. A la vuelta acarició los cabellos del niño, y la guapa
Señora le sonrió con dulzura. Aquel hombre, que no había llorado mientras era
rico, vertió abundantes lágrimas de ternura y de amor por los pobres y por los
desvalidos y por los humildes. Y de rodillas ante la Señora, rezó las plegarias
de la infancia. La divina visión había desaparecido del bosquecillo toscano.
Arrebujándose en una manta, quedó dormido. Y al día siguiente llegó al Monasterio de Asís. Había muerto Francisco; pero quedaban los Pobrecitos, sus hijos. El
mercader fue recibido en la comunidad con el nombre de fray Simple. Y fué fraile ejemplar de muy santas y honestas costumbres y de gran limpieza y
rectitud de corazón. Su patrona fué Santa María, y á la dulce Señora se
encomendaba siempre con alegría y con fervor. Cuando murió á los doce años de
haber abrazado la estrecha regla de los Pobrecitos, una Señora muy bella con un
niño le sonreía en la cabecera de su camastro. Los Pobrecitos, embobados y
suspensos, presenciaron la dulce muerte del pecador. Lo que, para loanza de la
perfecta alegría y para la edificación de los Pobrecitos, contamos nosotros á
mayor gloria del Señor Jesucristo y de la Señora Santa María."
A modo de explicación
hizo una entrada en la que hablaba de San Francisco de Asís.
Aunque no estemos en Navidad, se me ha ocurrido preparar este post,
con el cuento que JOSÉ SÁNCHEZ ROJAS, publicó en CRÓNICA, en diciembre 1929 .
Mi próxima entrada, será un artículo del escritor albense,
que también apareció en CRÓNICA, el 2 de agosto de 1931, día de Nuestra Señora de los Ángeles.
Continuará
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Enlazo de YouTube:
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Para saber más de JOSÉ SÁNCHEZ ROJAS
Blog PENELOPE AGUARDA EN ITACA
(Seguir etiquetas)
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MIS BLOGS:
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Madre mía, Gelu. Qué maravilla.
ResponderEliminarSí la "perfecta alegría" de san Francisco. No conocía este cuento.
Tus entradas son verdaderos trabajos de investigación.
Para leer despacio. Dedicaré tiempo, me encanta lo que dejas.
Películas, textos, música... Eres una mina, Gelu.
Muchísimas gracias.
Madre mía, Gelu. Qué maravilla.
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