3/12/2017

SANTIAGO RODRÍGUEZ SANTERBÁS (3) REVISTA TRIUNFO: LA DOBLE MUERTE DE MI ABUELO NARCISO

En la fotografía:  
Portada Triunfo (reproduce trabajo de Nicolás Gless
y Sumario...


pág.128 

LA DOBLE MUERTE DE MI ABUELO NARCISO

                          Revista Triunfo - Núm. 9 y 10 - Julio/Agosto 1981
(páginas 128 a 132) 
«Quizás don Anselmo Pastrana, facultativo de la marina mercante y amigo íntimo del finado, hubiera podido explicar en términos científicos la doble muerte de mi abuelo Narciso. Pero el doctor Pastrana exhaló su último suspiro hace ya muchos años, y considero harto improbable que, de estar aún vivo, consintiese en dilucidar lo que no quiso o no pudo esclarecer a su debido tiempo.

Por otra parte, siempre rechazó con enérgica indignación la tesis de que mi abuelo hubiese fallecido dos veces en el plazo de nueve días  [...]

128 [...] Aparecieron los empleados de la funeraria y ayudaron a Saturia a vestir al difunto con un antiguo uniforme de guardia marina; luego, lo instalaron en un ataúd de caoba y satén acolchado, y pusieron entre sus manos un sable diminuto y sin filo que yo solía emplear en mis juegos. Mi madre se creyó obligada a tranquilizarme: «No te preocupes, hijo, cuando vayan a cerrar la tapa, te devolverán el sable

129 “[...] Pude oír, no obstante, al doctor Pastrana que murmuraba con regocijo: «Ah, Narciso, viejo putañero, estás más vivo que yo.» Vinieron de nuevo los empleados de las pompas fúnebres, y desmontaron deprisa y corriendo el deletéreo tinglado, pues no era prudente que mi abuelo recobrase el conocimiento y se viera embarcado en semejante piragua. De modo que fue conducido otra vez a la cama.[...]  

130 […] Por lo que a mí respecta dejé de lloriquear cuando hube rescatado el sable. Acudió prontamente el médico del piso de arriba y afirmó que el caso podía ser calificado de milagroso. Dicha aseveración indujo a tía-abuela Engracia, repuesta ya de su desmayo, a sufragar un novenario de acción de gracias en honor del bienaventurado San Narciso, obispo de Jerusalén, cuya próxima festividad habría de coincidir con el nonagésimoséptimo cumpleaños de mi abuelo Narciso. Respiraba éste serena y pausadamente, pero no volvía en sí, ni despegaba los párpados. Su piel continuaba teñida de amarillo; no era un amarillo pajizo o desvaído, sino un jalde esplendoroso, levemente anaranjado, como el de las yemas de los huevos. Obedeciendo las instrucciones del doctor Pastrana, y a fin de evitar que mi abuelo padeciera un violento sobresalto al recuperar sus facultades perceptivas y comprobar que su piel había captado tan singular tonalidad, Saturia fue a la papelería más cercana y compró varios metros de celofán amarillo, con los que recubrimos los cristales de miradores y ventanas y las lámparas de las habitaciones en las que previsiblemente hubiera de entrar el enfermo. Y así, mi casa adquirió un colorido fantasmagórico y teatral, ya que, por efecto del celofán, los objetos azules tornáronse verdes, los rojos y parduscos cobraron matices azafranados y los que eran más o menos blancos o incoloros, como los vasos de agua y los rostros de las personas, se vieron dominados por la ubicua irrupción del amarillo, hasta el punto de que los andares pasicortos de Saturia se me antojaban análogos a los de ciertos sicarios del doctor Fu-Manchú que, dos o tres semanas antes, había visto desfilar por la pantalla de un cine de sesión continua, y la tía abuela Engracia, con sus gafas redondas y sus ojillos diminutos y rasgados, más me parecía un viejo mandarín enfrascado en un libro canónico de Confucio que una decrépita solterona que releía por enésima vez las Vidas de santos para todos los días del año y explicación de las fiestas movibles de don Joseph Miguel de Sarasa. Afuera llovía, y el cielo era gris plomizo; pero, a través de las ventanas, atisbábamos un cielo azufrado, y la lluvia se había convertido en zumo de limón.[...] Sólo el doctor Pastrana nos visitaba a diario; venía precedido por el espantoso aroma de su pipa y, al penetrar en el vestíbulo, me propinaba un cariñoso pescozón y mascullaba: «Aquí me tienes, grumete, ¿hay alguna novedad a bordo?»[ ..] Sacudía el paraguas sobre la alfombra, colgaba el abrigo en el perchero, se encaminaba al dormitorio de mi abuelo y emitía desde la puerta un tronante saludo: « Hola capitán, ¿cuándo salimos del calmazo?» Aunque mi abuelo (pensaba yo) no podía oírlo, don Anselmo Pastrana se sentaba a la cabecera de la cama y pronunciaba interminables monólogos sobre temas y sucesos que a menudo distaban mucho de ser edificantes. Nadie, sin embargo, me prohibía escucharlos, porque las posibles censoras se hallaban ausentes y el propio doctor Pastrana, barruntando que a mi edad poco había de sacar en limpio de sus pláticas, no se recataba en utilizar vocablos que mi madre no hubiera dudado en conceptuar de licenciosos. El anciano facultativo de la marina mercante desgranaba con palpable delectación recuerdos pretéritos e imágenes remotas; mi abuelo, por su parte, no debía estar absolutamente privado de facultades auditivas, pues parecía curvar los labios en una tenue, placentera sonrisa. Suspiraba nostálgico el doctor Pastrana. « ¿ Te acuerdas, Narciso,. [...]»

[...]Ahora estoy seguro de que don Anselmo Pastrana no se dirigía tanto a mi abuelo Narciso como a mí, pues era sólo un pobre viejo que deformaba los recuerdos y se complacía en fraguar inocuas fechorías ante un auditorio benévolo, mudo y bañado de luz jalde . Y en consecuencia, a medida que pasaban los días, los relatos se iban colmando de personajes fabulosos y apócrifos que durante muchos años habrían de poblar mis sueños infantiles.  [...] En aquella galería de fantasmas abundaban, como he dicho, las hipérboles y las mentiras piadosas; pero nadie impugnaba su autenticidad, porque, a fin de cuentas, todo podía ser verosímil en una casa amarilla habitada por un resucitado y un niño. El doctor Pastrana encendía su pipa con parsimonia: «No conociste, Narciso, al maharajá de Needakara? Era un príncipe culto y poderoso, aunque algo excéntrico [...]



pág.132


[...]Fui llamado a su presencia porque había sufrido, con ocasión de una cacería de tigres, la mordedura letal de una cobra. El maharajá agonizaba en un aposento recubierto de marfil y jade, y en su delirio recitaba fragmentos del Meghaduta de Kalidasa. Logré arrancarlo de los brazos de la muerte [...] Entonces, me regaló un anillo de oro con una piedra tornasolada que variaba de color cuando se aproximaba cualquier desgracia. ¿No recuerdas, Narciso, el anillo del maharajá? Tuve la desgracia de perderlo durante aquel tifón que nos zarandeó al oeste de Macassar...» Al caer la noche, se oscurecía, como la gema del príncipe de Neendakara, el tono azufrado de las ventanas, y la sonrisa de mi abuelo se hacía imperceptible; encendíamos las bombillas forradas de celofán, y el doctor Pastrana, después de tomar el pulso a mi abuelo y examinar una vez más el oceánico verdor de sus ojos, se incorporaba, salía de la alcoba, avanzaba lentamente por el pasillo y, mientras se ponía el gabán murmuraba: «Adiós, grumete, vigila bien el puente y la toldilla.» Sus pisadas se perdían en la escalera. Y el silencio reinaba por completo en la casa. hasta que, a eso de las nueve o nueve y cuarto retornaba la primera de las fugitivas [...] Cenábamos deprisa, sin hablar apenas, y, al concluir, tía-abuela Engracia sacaba de un musiquero las Vidas de santos para todos los días del año y explicación de las fiestas movibles de don Joseph Miguel de Sarasa, limpiaba sus gafas con el borde de la servilleta, calábase aquéllas y leía con voz temblona la biografía correspondiente a cada fecha: «Veintisiete de octubre. San Frumencio. Un filósofo llamado Metrodoro, movido por la curiosidad de ver tierras y conocer el mundo, emprendió varios viajes y llegó a Etiopía. A su vuelta presentó al emperador Constantino perlas y pedrería de grande precio. A su ejemplo, otro filósofo natural de Tiro, llamado Meropo, emprendió el mismo viaje, y con el mismo motivo [...] » Todos permanecíamos callados, oyendo o aparentando oir a tía-abuela Engracia. Pero qué me importaban las vidas de San Frumencio, San Crispiniano o San Teodorito, muertos hacía tantos años, si en los mares del Oriente aún había piratas y enanas hermosísimas y ciegos capaces de tripular un barco? ¿Qué valían las perlas que trajo el filósofo Metrodoro en comparación con la piedra adivinatoria que el maharajá había regalado al doctor Pastrana? No me atrevía, sin embargo, a interrumpir con mis anatemas la lectura de tía-abuela Engracia [...]

[...]Aquella misma noche, la casa, liberada del maleficio del celofán y la fluorescencia, dejó de ser amarillenta y tía-abuela Engracia leyó con voz más temblorosa que nunca la vida de San Narciso. Al día siguiente, cuando los empleados de la funeraria cerraron la tapa del ataúd, olvidaron devolverme el sable.» S.R.S.

Madrid, mayo 1981




Revista Triunfo - julio/agosto 1981
y algunos de los libros de Santiago Rodríguez Santerbás
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A modo de comentario 

Santiago Rodríguez Santerbás, en este relato -que apareció en el Número doble de Triunfo, julio-agosto 1981-, hizo una demostración de su arte de escritor y de su humor.

En esta Revista se pueden encontrar, publicados, al menos ciento cuarenta y cuatro artículos. Ya hablamos en anteriores entradas del excelente trabajo que dedicó al músico burgalés Antonio José, el 25 de diciembre de 1971de Jorobita,  y del cuento La doncella y el unicornio.

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NOTA
(Añadida 29 de abril 2017)

Recuerdo que Agustín Merino nos decía en su libro: 'VEINTICUATRO MIL DÍAS EN BURGOS':
 (pág. 216):[En el Principal]...”Fueron sesiones típicamente infantiles, en la que vimos hasta saciarnos, todos los episodios del malvado Fu-Man-Chu” [...] Hay personajes tan grabados de mi infancia, que no se borraron jamás.” 


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