pág.128
LA
DOBLE MUERTE DE MI ABUELO NARCISO
Revista
Triunfo - Núm. 9 y 10 - Julio/Agosto 1981
(páginas 128 a 132)
«Quizás don Anselmo Pastrana, facultativo de la marina
mercante y amigo íntimo del finado, hubiera podido explicar en términos
científicos la doble muerte de mi abuelo Narciso. Pero el doctor Pastrana
exhaló su último suspiro hace ya muchos años, y considero harto improbable que,
de estar aún vivo, consintiese en dilucidar lo que no quiso o no pudo
esclarecer a su debido tiempo.
Por otra parte,
siempre rechazó con enérgica indignación la tesis de que mi abuelo hubiese
fallecido dos veces en el plazo de nueve días [...]
128 [...] Aparecieron los empleados de la funeraria y ayudaron a
Saturia a vestir al difunto con un antiguo uniforme de guardia marina; luego,
lo instalaron en un ataúd de caoba y satén acolchado, y pusieron entre sus
manos un sable diminuto y sin filo que yo solía emplear en mis juegos. Mi madre
se creyó obligada a tranquilizarme: «No te preocupes, hijo, cuando vayan a
cerrar la tapa, te devolverán el sable.»
129 “[...] Pude oír, no obstante, al doctor Pastrana que murmuraba
con regocijo: «Ah, Narciso, viejo putañero, estás más vivo que yo.» Vinieron de
nuevo los empleados de las pompas fúnebres, y desmontaron deprisa y corriendo
el deletéreo tinglado, pues no era prudente que mi abuelo recobrase el
conocimiento y se viera embarcado en semejante piragua. De modo que fue
conducido otra vez a la cama.[...]
130 […] Por lo que a mí respecta dejé de lloriquear cuando hube
rescatado el sable. Acudió prontamente el médico del piso de arriba y afirmó que el
caso podía ser calificado de milagroso. Dicha aseveración indujo a tía-abuela
Engracia, repuesta ya de su desmayo, a sufragar un novenario de acción de
gracias en honor del bienaventurado San Narciso, obispo de Jerusalén, cuya
próxima festividad habría de coincidir con el nonagésimoséptimo
cumpleaños de mi abuelo Narciso. Respiraba éste serena y pausadamente, pero no
volvía en sí, ni despegaba los párpados. Su piel continuaba teñida de amarillo;
no era un amarillo pajizo o desvaído, sino un jalde esplendoroso, levemente
anaranjado, como el de las yemas de los huevos. Obedeciendo las instrucciones
del doctor Pastrana, y a fin de evitar que mi abuelo padeciera un violento
sobresalto al recuperar sus facultades perceptivas y comprobar que su piel
había captado tan singular tonalidad, Saturia fue a la papelería más cercana y
compró varios metros de celofán amarillo, con los que recubrimos los cristales
de miradores y ventanas y las lámparas de las habitaciones en las que
previsiblemente hubiera de entrar el enfermo. Y así, mi casa adquirió un
colorido fantasmagórico y teatral, ya que, por efecto del celofán, los objetos
azules tornáronse verdes, los rojos y parduscos cobraron matices azafranados y
los que eran más o menos blancos o incoloros, como los vasos de agua y los
rostros de las personas, se vieron dominados por la ubicua irrupción del
amarillo, hasta el punto de que los andares pasicortos de Saturia se me
antojaban análogos a los de ciertos sicarios del doctor
Fu-Manchú que, dos o tres semanas antes, había visto desfilar por la
pantalla de un cine de sesión continua, y la tía abuela Engracia, con sus gafas
redondas y sus ojillos diminutos y rasgados, más me parecía un viejo mandarín
enfrascado en un libro canónico de Confucio que una decrépita solterona que
releía por enésima vez las Vidas de santos para todos los días del año y
explicación de las fiestas movibles de don Joseph Miguel de
Sarasa. Afuera llovía, y el cielo era gris plomizo; pero, a través de las
ventanas, atisbábamos un cielo azufrado, y la lluvia se había convertido en
zumo de limón.[...] Sólo el doctor Pastrana nos visitaba a diario; venía
precedido por el espantoso aroma de su pipa y, al penetrar en el vestíbulo, me
propinaba un cariñoso pescozón y mascullaba: «Aquí me tienes, grumete, ¿hay
alguna novedad a bordo?»[ ..] Sacudía el paraguas sobre la alfombra,
colgaba el abrigo en el perchero, se encaminaba al dormitorio de mi abuelo y
emitía desde la puerta un tronante saludo: « Hola capitán, ¿cuándo salimos del
calmazo?» Aunque mi abuelo (pensaba yo) no podía oírlo, don Anselmo Pastrana se
sentaba a la cabecera de la cama y pronunciaba interminables monólogos sobre
temas y sucesos que a menudo distaban mucho de ser edificantes. Nadie, sin
embargo, me prohibía escucharlos, porque las posibles censoras se hallaban
ausentes y el propio doctor Pastrana, barruntando que a mi edad poco había de
sacar en limpio de sus pláticas, no se recataba en utilizar vocablos que mi
madre no hubiera dudado en conceptuar de licenciosos. El anciano facultativo de
la marina mercante desgranaba con palpable delectación recuerdos pretéritos e
imágenes remotas; mi abuelo, por su parte, no debía estar absolutamente privado
de facultades auditivas, pues parecía curvar los labios en una tenue,
placentera sonrisa. Suspiraba nostálgico el doctor Pastrana. « ¿ Te acuerdas,
Narciso,. [...]»
[...]Ahora estoy seguro de que don Anselmo Pastrana no se dirigía
tanto a mi abuelo Narciso como a mí, pues era sólo un pobre viejo que deformaba
los recuerdos y se complacía en fraguar inocuas fechorías ante un auditorio
benévolo, mudo y bañado de luz jalde . Y en consecuencia, a medida
que pasaban los días, los relatos se iban colmando de personajes fabulosos y
apócrifos que durante muchos años habrían de poblar mis sueños
infantiles. [...] En aquella galería de fantasmas abundaban, como he
dicho, las hipérboles y las mentiras piadosas; pero nadie impugnaba su
autenticidad, porque, a fin de cuentas, todo podía ser verosímil en una casa
amarilla habitada por un resucitado y un niño. El doctor Pastrana encendía su
pipa con parsimonia: «No conociste, Narciso, al maharajá de Needakara? Era un
príncipe culto y poderoso, aunque algo excéntrico [...]
pág.132
[...]Fui llamado a su presencia porque había sufrido, con ocasión
de una cacería de tigres, la mordedura letal de una cobra. El maharajá
agonizaba en un aposento recubierto de marfil y jade, y en su delirio recitaba
fragmentos del Meghaduta de Kalidasa. Logré arrancarlo de
los brazos de la muerte [...] Entonces, me regaló un anillo de oro con una
piedra tornasolada que variaba de color cuando se aproximaba cualquier
desgracia. ¿No recuerdas, Narciso, el anillo del maharajá? Tuve la desgracia de
perderlo durante aquel tifón que nos zarandeó al oeste de Macassar...» Al caer la
noche, se oscurecía, como la gema del príncipe de Neendakara, el tono azufrado
de las ventanas, y la sonrisa de mi abuelo se hacía imperceptible; encendíamos
las bombillas forradas de celofán, y el doctor Pastrana, después de tomar el
pulso a mi abuelo y examinar una vez más el oceánico verdor de sus ojos, se
incorporaba, salía de la alcoba, avanzaba lentamente por el pasillo y, mientras
se ponía el gabán murmuraba: «Adiós, grumete, vigila bien el puente y la
toldilla.» Sus pisadas se perdían en la escalera. Y el silencio reinaba por
completo en la casa. hasta que, a eso de las nueve o nueve y cuarto retornaba
la primera de las fugitivas [...] Cenábamos deprisa, sin hablar apenas, y, al
concluir, tía-abuela Engracia sacaba de un musiquero las Vidas de
santos para todos los días del año y explicación de las fiestas movibles de don
Joseph Miguel de Sarasa, limpiaba sus gafas con el borde de la servilleta,
calábase aquéllas y leía con voz temblona la biografía correspondiente a cada
fecha: «Veintisiete de octubre. San Frumencio.
Un filósofo llamado Metrodoro, movido por la curiosidad de ver tierras y
conocer el mundo, emprendió varios viajes y llegó a Etiopía. A su vuelta
presentó al emperador
Constantino perlas y pedrería de grande precio. A su ejemplo, otro filósofo
natural de Tiro, llamado Meropo, emprendió el mismo viaje, y con el mismo
motivo [...] » Todos permanecíamos callados, oyendo o aparentando oir a
tía-abuela Engracia. Pero qué me importaban las vidas de San Frumencio, San
Crispiniano o San Teodorito, muertos hacía tantos años, si en los mares del
Oriente aún había piratas y enanas hermosísimas y ciegos capaces de tripular un
barco? ¿Qué valían las perlas que trajo el filósofo Metrodoro en comparación
con la piedra adivinatoria que el maharajá había regalado al doctor Pastrana?
No me atrevía, sin embargo, a interrumpir con mis anatemas la lectura de
tía-abuela Engracia [...]
[...]Aquella misma noche, la casa, liberada del maleficio del
celofán y la fluorescencia, dejó de ser amarillenta y tía-abuela Engracia leyó
con voz más temblorosa que nunca la vida de San Narciso. Al día siguiente, cuando los empleados de la funeraria cerraron la
tapa del ataúd, olvidaron devolverme el sable.» S.R.S.
Madrid,
mayo 1981
Revista
Triunfo - julio/agosto 1981
y algunos de los libros de Santiago Rodríguez
Santerbás
A modo de comentario
Santiago Rodríguez Santerbás, en este relato
-que apareció en el Número doble de Triunfo, julio-agosto 1981-, hizo
una demostración de su arte de escritor y de su humor.
En esta Revista se pueden encontrar, publicados,
al menos ciento cuarenta y cuatro artículos. Ya hablamos en anteriores entradas
del excelente trabajo que dedicó al músico burgalés
Antonio José, el 25 de diciembre de 1971, de
Jorobita, y del cuento La doncella y el unicornio.
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NOTA
(Añadida 29 de abril 2017)
Recuerdo que Agustín Merino nos decía en su libro: 'VEINTICUATRO MIL DÍAS EN BURGOS':
(pág. 216):[En el Principal]...”Fueron sesiones típicamente infantiles, en la que vimos hasta saciarnos, todos los episodios del malvado Fu-Man-Chu” [...] Hay personajes tan grabados de mi infancia, que no se borraron jamás.”
MIS BLOGS:
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NOTA
(Añadida 29 de abril 2017)
NOTA
(Añadida 29 de abril 2017)
Recuerdo que Agustín Merino nos decía en su libro: 'VEINTICUATRO MIL DÍAS EN BURGOS':
(pág. 216):[En el Principal]...”Fueron sesiones típicamente infantiles, en la que vimos hasta saciarnos, todos los episodios del malvado Fu-Man-Chu” [...] Hay personajes tan grabados de mi infancia, que no se borraron jamás.”
MIS BLOGS:
Un relato muy bueno
ResponderEliminarBesos
Buenas noches, Marijose Pérez:
ResponderEliminar:)
Y es imposible no reír en la lectura.
:)
Abrazos.